
Era el 9 de marzo, y en Italia, acabábamos de empezar el confinamiento. No comprendíamos por qué nos obligaban a quedarnos en casa hasta que apareció una imagen en las redes sociales. Era una foto en blanco y negro de una enfermera. Llevaba la mascarilla, la bata, los guantes y el gorro puestos y estaba dormida encima de un escritorio. Se había quedado dormida así a las 6 de la mañana tras una noche entera entre enfermos de coronavirus.
De repente, todos comenzamos a entender que algo grave estaba pasando y que quizás era mejor quedarnos en casa. Ésa fue solo la primera imagen de muchas más que llegaron inmediatamente y empezaron a preocuparnos.
La enfermera de la foto no tenía nombre ni cara. Era desconocida tanto como el virus. Solo hizo falta que pasaran unas horas para que ella, la enfermera de la foto, se llamara Elena.
Parapetado en mi sofá y protegido por la pantalla de mi ordenador vi a Elena y la doctora que le había sacado la foto en el programa especial de la primera cadena pública italiana. Hablaban desde el hospital y solo su boca no estaba tapada por el plástico antivirus. Nos explicaban en directo que la situación era dura sin poder esconder que más bien era dramática y como buenas madres nos advertían del peligro. Sin embargo, ellas con sus corazas de plástico, aseguraban estar listas para el próximo turno. Su debilidad era clara pero su convicción era firme y pura como sus palabras, aunque éstas a veces acabaran rotas por el miedo. No sé si me impactó más su sencillez o su convencimiento, sólo sé que me alegré: por fin personas responsables y libres eran protagonistas. Había esperanza.
Elena volvió a estar entre camillas, enfermos, respiradores, tubos llenos de plasma antivirus, tras mamparas de protección, geles desinfectantes, guantes, batas y mascarillas. Así por horas y horas, cada día, tarde o noche de turno. Del hospital a casa y de casa al hospital. De su familia que apenas veía, ni siquiera en casa, al hospital con sus compañeros con quienes no tomaba un café, charlaba en su tiempo libre o bromeaba. Aun así, seguía trabajando en el hospital. Pero ¿seguía siendo un trabajo? No, era su pasión y no esperaba recompensa. Incluso, estaba dispuesta a trabajar veinticuatro horas al día si era necesario. A pesar de toda el ansia que un enemigo desconocido le creaba. Y con la esperanza de que todo terminara pronto.
Cinco días después, Elena había atrapado al virus. Lo tenía en su cuerpo. Ahora empezaba su lucha particular. Sola ella y su perseguidor. Sin sus compañeros y sin su familia. En una habitación de una casa que casi no había visto en las últimas semanas, con una familia que ahora que estaba en casa tampoco podía ver.
En Italia, cada día a las seis de la tarde nos comunicaban que los contagiados aumentaban, los muertos los seguían, los cementerios no daban abasto, las mascarillas escaseaban, las semanas de confinamiento se alargaban y los niños un día podían salir a la calle con su padre, otro ya no. El 2 de abril Elena tenía turno de noche en el hospital. Empezaba a las ocho de la tarde hasta las ocho del día siguiente. Dos horas antes se había duchado, cambiado y peinado. Se había puesto su mascarilla y se había despedido de su familia desde el final del pasillo. Había cogido su coche y había conducido veinte minutos por calles desiertas. Un poco antes de las ocho estaba en el vestuario del hospital, faltaba desde hacía dos semanas, y no le gustaba. Había dejado de vivir su pasión. Había abandonado su responsabilidad. Y ella no lo había hecho nunca. Sólo ese virus desconocido la había apartado. Pero ella lo había vencido.