Hay tres palabras que antes o después aprendes si vives en Vicenza: baccalà, magnagatti y Palladio. A un español, normalmente, ni una de las tres le dice nada. A mí tampoco, al principio.

La primera que aprendí, mejor aún, mastiqué, fue el baccalà, y no me gustó. Sigue sin gustarme. Casi, casi como la polenta.

La segunda fue magnagatti, y al principio me pareció difícil de creer. Después llegó lo de Veneziani gran signori, padovani gran dottori, vicentini magnatti, veronesi tutti matti. Y empezó a sonarme mejor, aunque me faltaba el sentido. Éste llegó más tarde.

La tercera fu Palladio: corso Palladio, centro comercial Palladio, la ciudad de Palladio, Hotel Palladio, Tenis Palladio, escaleras Palladio, Inmobiliaria Palladio, Palladio Museum, basílica palladiana, villas palladianas, mármol palladiano, suelo palladiano, etc. Palladio omnipresente. ¿Por qué? Ni idea. A mí paladio me sonaba a química. Nada más. Empecé a comprenderlo con la primera visita del Teatro Olímpico con un guía muy especial. Un vicentino de toda la vida, pragmático y soñador, ingeniero eléctrico hecho a sí mismo y, por supuesto, enamorado de Palladio.

Y eso me abrió un mundo

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